Por Louis-Georges Tin *
Aun si se pudiera explicar el carácter heterosexual de la reproducción biológica, resulta difícil explicar el carácter heterosexual de la organización social.
Una vez finalizada la cópula, aparentemente no hay necesidad alguna de que la pareja subsista, y esto es lo que efectivamente sucede en la mayoría de los mamíferos, que se separan de inmediato, tal como lo demuestran los estudios de etología.
Incluso entre los primates que a menudo viven en sociedad, es erróneo ver un rudimento de heterosexualidad como base de la organización social. Por supuesto que la reproducción biológica es heterosexuada, pero de una manera mucho más compleja la vida social se basa en relaciones de dominación, rivalidad, cooperación y funcionalidad, bastante estrictas: la pareja heterosexual rara vez constituye la célula básica de la organización grupal. Además, no todas las sociedades humanas son heterosexuales.
En la Grecia clásica –ejemplo ilustre pero no único–, se ve claramente que no se trata de una sociedad heterosexual, aun cuando entre los griegos, como en todas partes, la reproducción biológica era heterosexuada. Y ello no implica que se trate necesariamente de una sociedad homosexual, al ser la iniciación pederasta una práctica muy diferente a la homosexualidad tal como la concebimos en la actualidad.
En realidad, la cuestión de la orientación homo o heterosexual resulta de todos modos un concepto inapropiado.
Si la práctica heterosexual es universal, la cultura heterosexual no lo es; las culturas humanas no son necesariamente heterosexuales: no siempre confieren primacía simbólica a la pareja hombre-mujer y al amor en sus representaciones culturales, literarias o artísticas.En muchas sociedades, por más de que las prácticas heterosexuales sean habituales, no se ven exaltadas como el amor y mucho menos como la pasión. Constituyen una exigencia social objetiva que evidentemente estructura los vínculos sociales de la sexualidad, vínculos donde en general se ejerce la dominación masculina y prácticamente no se subliman; el deseo del hombre hacia la mujer se percibe como necesario pero, al mismo tiempo, accesorio. Dichas prácticas heterosexuales no consiguen ser valorizadas, lo que explica el exiguo lugar que se confiere en esas civilizaciones al amor. En realidad, la importancia concedida al amor, o más precisamente a la heterosexualidad amorosa, parece ser algo propio de nuestras sociedades occidentales. John Boswell (Les unions de même sexe dans l’Europe antique et médiévale, París, Fayard, 1996), escribió: “Muy pocas civilizaciones, antiguas o que se mantuvieron al margen de la industrialización, estarían dispuestas a admitir lo que nadie en Occidente se animaría a refutar: que el hombre existe para amar a una mujer y la mujer existe para amar a un hombre. La mayoría de los seres humanos, en todas partes y en todas las épocas, habría juzgado como estrecha esta medida de valor”.
Si bien la reproducción heterosexual es la base biológica de las sociedades humanas, la cultura heterosexual no es más que una construcción entre otras, y en ese sentido no puede presentarse como modelo único y universal. Por eso conviene preguntarse a partir de qué momento, cómo y por qué nuestra sociedad comenzó a encumbrar a la pareja heterosexual; preguntarse sobre los orígenes del dispositivo sociosexual en el que vivimos.
Heterosociales
La cultura heterosexual aparece en Occidente hacia comienzos del siglo XII, gracias a la sociedad cortés. En épocas anteriores, la pareja hombre-mujer no era un objeto central ni especialmente digna de interés.A partir del siglo XII, la pareja pasa a ser un tema recurrente en los textos y las representaciones artísticas. Es objeto de numerosos discursos, a menudo eufóricos; no deja de ser analizada, cantada, celebrada, exaltada. Constituye en sí misma un objeto cultural, e incluso un objeto de culto.
El surgimiento de una ética cortés en Occidente favoreció el auge de una cultura de la pareja hombre-mujer, en tanto las amistades masculinas que habían tenido su momento de gloria en las leyendas heroicas empezaron a considerarse progresivamente como sospechosas, cuestionadas, rechazadas.
Es ese pasaje de la antigua cultura –que llamo homosocial– a la cultura heterosexual moderna lo que debe examinarse. Esta sustitución fue larga, compleja y difícil; el auge de la cultura heterosexual se ve con mayor nitidez en las resistencias que suscita, que se cristalizan en los discursos caballerescos.
La resistencia más notoria quizá haya sido la de los hombres de guerra y de la nobleza en general, es decir del segundo estamento de la sociedad del Antiguo Régimen. Hasta entonces la cultura feudal se había basado en un universo exclusivamente masculino. Los hombres, y especialmente los hombres de guerra, vivían a menudo en un mundo ajeno al de las mujeres. Esos caballeros estaban destinados a cultivar una ética del coraje individual y de sumisión leal al orden feudal, la ética del vasallo. La exaltación de la vida grupal, las campañas militares y la experiencia del peligro compartido creaban lazos muy estrechos. Esas amistades viriles solían convertirse en relaciones apasionadas, que comprometían a los dos caballeros hasta la muerte. Estas se expresaban en términos muy fuertes que implicaban una ternura entremezclada con el vigor militar, inconcebible para los actuales dispositivos sociosexuales.
Georges Duby (Dames du XIIe siècle, París, Gallimard, 1995) escribió: “En la caballería del siglo XII –como en el seno de la Iglesia–, el amor normal, el amor que lleva a olvidarse de uno mismo, a extralimitarse en la hazaña por la gloria de un amigo, es homosexual. No quiero decir que deba forzosamente terminar en connivencia carnal. Pero es principalmente sobre el amor entre hombres, fortalecido por los valores de fidelidad y servicio adquiridos de la moral del vasallo, en los que se supone reposan el orden y la paz, y de él los moralistas obtuvieron el nuevo fervor que los teólogos han inyectado a la palabra “amor”.
En cambio, cuando los hombres de la Iglesia se interesaban por las relaciones entre el hombre y la mujer –y era una de sus principales preocupaciones, ya que en esa época se esmeraban por edificar una ética del matrimonio–, mostraban una extrema prudencia. Ya que en ese caso el sexo interviene forzosamente, y el sexo es pecado.
En la sociedad feudal el “amor normal” es entre hombres; es por lo tanto un “amor homosexual”, aunque ello no implique necesariamente una “connivencia carnal”, razón por la cual preferimos hablar aquí de “homosocialidad”; este término descarta cualquier confusión.
Cuatro características sociales permiten describir o explicar esta cultura de la amistad entre los hombres. En primer lugar, se trata de una sociedad homosocial, donde las mujeres se mantienen al margen y cuentan muy poco: de allí que casi no puedan a priori despertar ningún tipo de pasión; lo contrario resultaría extraño.
En esas condiciones, antes del surgimiento de la literatura cortés, los afectos y amores sólo podían desarrollarse dentro de un encuadre masculino. La sociedad feudal exalta la virtus, es decir los valores masculinos y, fundamentalmente, la proece, que más que la simple “proeza” designa las cualidades morales y físicas que permiten acceder a ella. Incita a la permanente emulación que, en su punto culminante, exacerba las rivalidades como las afinidades. Los caballeros están llamados a despertar la admiración de sus pares; tanto en los combates como en el castillo viven juntos, comen juntos, duermen juntos, a veces hasta en la misma cama, y esta promiscuidad favorece las pasiones más impetuosas.
En segundo lugar, esos amores masculinos están asociados al carácter propiamente global u orgánico de la sociedad medieval. Las amistades de hoy en día, en una sociedad individualista, se viven como relaciones eminentemente privadas; en la sociedad medieval, que es global, orgánica u holística, a menudo la amistad es una relación privada y pública a la vez, y goza de un reconocimiento social, cultural e incluso oficial.
En otras palabras, si bien las amistades medievales son una expresión del corazón, son también la formulación no escrita de un contrato. Dicho dispositivo explica la fe jurada, las mujeres prometidas o intercambiadas, los juramentos pronunciados a menudo ante testigos y otros tantos elementos que articulan la relación entre hombres dentro del vínculo social en general.
Es también lo que explica que la amistad pueda ser impuesta como mandato.
En tercer lugar, los amores masculinos, bajo el orden feudal, están a menudo asociados con el poder y los lazos de vasallaje.
La presencia permanente de esos caballeros en la corte, esos jóvenes solteros, es necesaria para defender las tierras del soberano, su ducado o su reino, pero puede convertirse también en una fuente de conflictos, desórdenes y turbulencias. En tales condiciones, el culto a la amistad constituye un medio de regulación social que permite reforzar los vínculos entre los soldados, hacer surgir el espíritu de cuerpo y crear una suerte de cimiento social similar a la del célebre batallón de los amantes, el batallón de Tebas.
El hecho de que esas amistades masculinas respondan a las características de una sociedad feudal, global y homosocial no deben menoscabar la intensidad de los afectos descriptos.
Incluso impuesta por el monarca, no por ello la amistad es menos auténtica; constituye uno de esos raros momentos de ternura en un mundo donde la brutalidad es con frecuencia la norma.
El héroe no puede contener las lágrimas cuando teme por su camarada; ese joven gallardo se desploma cuando su amigo muere; nuestros caballeros se abrazan y se besan, a menudo en la boca, y muchas veces pasan juntos la noche.
No cabe preguntarse respecto de su sexualidad: todo era perfectamente natural a los ojos de sus contemporáneos.
Esas amistades son –y ésa es la cuarta propiedad notable en este caso– profundamente sentimentales.
Fin’amor
A partir del siglo XII, gracias a los trovadores y juglares, el amor cortés se vuelve un tema recurrente en la sociedad medieval. Instaura una relación asimétrica en la que la mujer se vuelve, por así decirlo, amo y señor de su amante. Pero, en general, las coacciones sociales, el marido o el malvado, prohíben cualquier relación verdadera, y la frustración amorosa se sublima a través de fantasías exquisitas, conscientes y refinadas.En su forma absoluta, el amor cortés desemboca en el fin’amor, el perfecto amor, regulado por códigos precisos y rigurosos. Es una relación libre y forzosamente adúltera: amar al esposo es amar por deber, pero amar a un amante es amar por amor.
Por eso el amante está sometido a pruebas iniciáticas, las assaig, que finalizarán en el orgasmo que la dama dará o quizá no, ya que algunos consideran que el fin’amor debe permanecer casto y puro.
El amor cortés da lugar a una eflorescencia lírica en la que el poeta canta sus versos al son de los instrumentos.
Y, mientras hilaban, las mujeres cantaban y contaban sus amores de manera galante; la lírica occitana invade las regiones del norte. Leonor de Aquitania y su hija Marie aclimatan las nuevas costumbres en las cortes de Inglaterra y Champagne.
A partir del siglo XII, la cultura del amor invade Francia y se expandirá por toda Europa.
Habituados a la lógica de la cultura heterosexual, que perciben como natural, los comentaristas encuentran dificultades a la hora de evaluar la revolución que el amor cortés introdujo en la sociedad medieval: suplantar las amistades masculinas por los amores heterosexuales.
La emergencia y el auge de la cultura heterosexual en Occidente colocan a los hombres de guerra en una posición difícil.
Atrapados entre la ética caballeresca que incita a la guerra –universo masculino– y la ética cortés que incita al amor –universo femenino– se ven obligados a responder simultáneamente a dos órdenes conminatorias y contradictorias; su universo homosocial debe de ahora en más contemporizar con la cultura heterosexual. Así, los relatos de Chrétien de Troyes (hacia 1135-1183) intentan responder de manera dialéctica. Erec y Enide, el primero de esos relatos, tuvo un gran éxito: Erec, hijo del rey Lac, se casa con Enide. La quiere mucho, quizá demasiado. Deja de lado los torneos y se complace en las delicias conyugales. Se le critica entonces su récréantise, es decir esa indolencia, ese amor, esa deferencia permanente por su esposa: en otras palabras, se cuestiona su virilidad. La propia Enide llega a lamentar que Erec haya abandonado por ella la gloria caballeresca, causando gran deshonor para ambos. Se lamenta en el silencio de la noche, habla en voz alta y Erec la oye. Herido en su orgullo, decide partir en pos de grandes hazañas, para reconquistar la estima de su esposa y demostrar a todos que su eminente valía caballeresca no va a la zaga de su dignidad cortés. Este relato demuestra la recuperación analógica por parte de la cultura heterosexual de los procedimientos literarios o culturales propios de la tradición homosocial. Otro hecho destacable es que al tomar la decisión de partir, Erec cambia por completo de actitud ante su esposa: él, que hasta ese momento había sido su humilde servidor, la trata de allí en más como a un paje; él, que adoraba hablar de amor con ella, ahora se lo prohíbe. A partir de entonces, la domina, la trata con brusquedad.
Para probar su valentía de caballero, se vuelve anticortés, lo que demuestra hasta qué punto resultaba difícil conciliar la antigua tradición caballeresca con la nueva cultura cortés.
Mal negocio
Cortejadas, celebradas, exaltadas, las mujeres vieron realzado su estatus simbólico a partir del siglo XII, y se puede pensar que la cultura heterosexual fue para ellas la oportunidad de un nuevo avance. Pero esta valoración simbólica no implicó necesariamente una mejora concreta, sino más bien lo contrario.Si bien los siglos XII y XIII fueron períodos de idealización de lo femenino, también reforzaron las normas y el control sobre las mujeres; la caza de brujas no era sino un caso extremo que atestiguaba este nuevo rigor.
En definitiva, ocurre como si el discurso sobre la mujer –lo que es, y sobre todo lo que debe ser– implicara enaltecer una imagen fantaseada del sexo femenino a la vez que castigar a las mujeres que dieran muestras de apartarse demasiado de ese ideal tiránico. La otra cara de la idealización era la demonización, la carga cada vez más pesada de la coacción social; las mujeres estaban conminadas a conformarse con la imagen que los hombres deseaban del segundo sexo.
En ese sentido, la promoción simbólica de la mujer en las obras culturales no fue necesariamente un buen negocio para ellas en la realidad social.
Es útil señalar que en muchos aspectos la cortesía es engañosa.
De hecho, la dama expuesta a la admiración de los caballeros y a la celebración de los trovadores responde a una lógica totalmente feudal. La presencia constante en la corte de todos esos soldados era una necesidad para el soberano, que los tenía a su servicio y los asociaba a su persona; pero era también una fuente de disturbios y desórdenes; la frustración sexual y social exacerbaba a esos jóvenes solteros, pero la belleza y el prestigio de la dama los mantenían a raya. Se los domesticaba, se los calmaba y refinaba a través de pequeños favores de la dama: una mirada, una atención, quizá una pequeña delicadeza, pero nada más.
El amor de los caballeros por la dama en la sociedad cortés cumplía exactamente la misma función que las amistades masculinas en los castillos de antes; en ambos casos, esa disposición de los espíritus y los cuerpos, esas amistades y amores tenían como objetivo fortalecer la autoridad del soberano.
Inicialmente la cultura homosocial, y luego la cultura heterosexual, estaban al servicio del poder. Esta homología funcional explica cómo dos paradigmas en apariencia tan opuestos pudieron finalmente sucederse con tanta rapidez. En ese sentido, si bien no hay que subestimar el conflicto manifiesto entre las tradiciones homosociales de antaño y la nueva cultura heterosexual, tampoco conviene sobrevalorarlo en lo que respecta a las mujeres y su estatus social.
* Extractado de La invención de la cultura heterosexual, que distribuye en estos días El Cuenco de Plata.
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